MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO
CUARESMA 2018
La Santa Sede ha hecho público
hoy, 6 de febrero de 2018, el Mensaje del Papa para la Cuaresma
2018. Como cada año, el Santo Padre desea con su escrito “ayudar a
toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia”. Este año
lo hace “inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al
crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12)”.
«Al
crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Queridos
hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro
la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos
ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra
conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor
con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este
mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este
tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el
Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría»
(24,12).
Esta frase se encuentra en el
discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén,
en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión
del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una
gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la
comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos
profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los
corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y
preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de
serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a
las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan
fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la
felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero,
que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos
viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos
«charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos,
remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los
jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas
relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se
dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones
parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin
sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo
más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño
de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y
el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el
demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44),
presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón
del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a
examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos
profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato,
superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior
una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven
para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción
del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su
morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría
en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor
corre el riesgo de apagarse en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante
todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10);
a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo
en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos
confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma
en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para
nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso,
el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo
silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a
causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también
contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos
de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su
gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en
nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangeliigaudium traté de
describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia
egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas
guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo
aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a
nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y
maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este
tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a
la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras
secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar
finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la
vida.
El ejercicio de la limosna nos
libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo
que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos
en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que
siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de
compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión
que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san
Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la
comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale
especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan
colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y
cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano
que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina
Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de
Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no
va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por
nadie en generosidad?[6]
El ayuno, por último,
debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión
para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos
que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra,
expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la
vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al
prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia
nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las
fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y
mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten
afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les
preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se
debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar
juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda
para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los
miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma,
sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a
veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no
se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a
amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la
iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a
celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración
eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo,
inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En
cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas
seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos
el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego
nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica.
«Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro
corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma
experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del
Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder
de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y
rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
Solemnidad de Todos los Santos
Francisco
[1] Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
[2] «Salía
el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad
del pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
[3] «Es
curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados.
Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por
qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la
consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus,
7 diciembre 2014).
[6] Cf.
Pío XII, Enc. Fidei donum,
III.
[7] Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.
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